17 de diciembre de 2010

Confesiones

Era ridículo, una muestra más de mi apoteósica inmadurez, de mis sueños desesperados y de mis ilusiones inventadas; convenciéndome  de su naturaleza hasta creerlas ciertas, hasta vivirlas y sufrirlas. Nadie lo sabe mejor que tú que solo curioseabas, jugueteabas con el morbo y con las normas; se despertaba en ti el apetito por lo prohibido y te gustaba su aroma, te divertía; disimulabas, rondabas el territorio marcado, te extasiabas pues atacabas a una presa fácil, a un iluso, a uno de esos ingenuos que aún creen en el amor y en la sinceridad, de los que piensan que la hipocresía es algo de lo que deberíamos huir, convirtiendo en instintos nuestra razón, uno de esos que sueñan demasiado y viven apenas. 
Nadie lo sabe mejor que tú que fuiste víctima de tu juego. Necesitabas reglas, algo a lo que obedecer, pero no supiste afrontarlo; no sabes obligarte, no sabes inventar un orden, necesitas uno impuesto y perdiste el control, tu juego sabía a inocencia, a pureza, a esa pureza que añorabas, a esa inocencia que ni siquiera recuerdas y te embrujó, te embriagaste de pasión muda, de represión de instintos y razón.
Yo no soy capaz de asimilarlo. Camino y me muevo sigilosamente por el sendero que creo conveniente. No te busqué; no te buscaba aunque te esperaba y, llegaste, me acorralaste, me hechizaste; querías que perdiera el control, que estallase mi furia, que levantase los cimientos de la historia con un alarido de pasión, con un grito lleno de intenciones, de convencimiento, que demostrara que aún no estoy demasiado lejos, que el mundo sigue a mi alcance y podría ir y agarrarlo, abrazarlo y mirarle a los ojos mientras siembro en él mis semillas; los gérmenes que harán de este patético circo algo mejor: una alternativa, una salida de la tiranía de los anti-humanistas para dar paso a una más contundente y atroz: la tiranía de los locos, de los que no perciben lo que la mayoría, de los que observan desde fuera nuestro letargo, este día a día sin rumbo y sin sazón. Esos que conseguirían la aniquilación de los valores envasados y las necesidades caducas mediante terapias psicológicas y psiquiátricas obligatorias, todos tenemos algo que tratarnos y deberíamos asimilarlo.
Nadie lo sabe mejor que tú. Y nadie sabe mejor que tú que mi cura no está en manos de los médicos; ellos podrían enseñarme el camino, y lo han hecho, me lo insinúan en cada sesión; y yo veo el camino en las calles y en los parques, lo escucho cuando me hablan y lo huelo en los restaurantes, pero no lo mastico, así como tú no quieres masticar mi pasión, darle pequeños mordiscos, lamerla, olerla y hablarle al oído sobre lo maravilloso que es el poder estar juntos, sin máscaras, alejados de los reparos y los escrúpulos de esta manada de borregos humanoides que habitan el putrefacto escenario en el que nos consumimos; este teatro abandonado por los dioses en el que se representan comedias y parodias escalofriantes y repulsivas,  patéticas imitaciones de lo que debería ser el comportamiento de la especie más evolucionada, de los elegidos por los dioses para ascender a su trono, los portadores del don de la razón: obras escalofriántemente tristes.

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