2 de diciembre de 2010

Sin nombre, parte 6

La tensión a la que se veía sometida empezaría a hacerle mella antes de lo que ella habría esperado. Dejó de fumar marihuana, y esto le agrió el carácter durante una temporada. Sentía que la depresión intentaba buscar un hueco en su devenir, pobre en estímulos.
No tenía ganas de moverse, de ser vista, de relacionarse con nadie; suponía un esfuerzo tremendamente enorme tener que acercarse a los supermercados, al ginecólogo, a sus amigos que cada vez se dejaban ver menos, o mejor dicho, a los que cada vez llamaba menos para verles.
Vestirse, arreglarse, cuidar la ropa, maquillarse, peinarse; arreglarse las uñas; las duchas, la limpieza; su alimentación, las risas, las ganas; todo era nada y nada motivaba, nada complacía, todo parecía no valer la pena, no había una excusa para llevarlo a cabo. Las facturas tenían la suerte de ser cobradas automáticamente en su cuenta del banco, si no, ni la casa, ni la luz, ni el agua, ni el gas habrían durado mucho haciendo soportable su sopor; su entrada en una decadencia existencial, que habría llegado a la máxima expresión de no haber sido por la criatura que sabía que estaba formándose, día a día, minuto a minuto dentro de ella.
No necesitaba ningún otro motivo para sonreír y para llorar. Abortaba cada evocación de la tortura sentimental, sufrida con Mario, trayendo a su mente una especie de premonición, una tormenta de deseos y anhelos que se cumplirían el día que su hijo pudiera descansar en sus brazos, sobre su pecho, como había hecho el padre, pero con amor puro, con cariño instintivo; sin desaires y sin embriaguez de por medio.
Entonces sería feliz, estaba segura.

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