10 de septiembre de 2011

Tus manos, mi pelo.


Después de mucho tiempo he vuelto a verte. Me había prometido aunque sin mucho convencimiento, no volver, alejarme y olvidarme de lo  pasado. Cada última vez contigo se vuelve la única, tienes ese poder. Lo vuelves todo presente. Todo lo vivido y sentido con anterioridad, se transformaba en el instante justo en el que abres tu mundo a perdidos como yo.
Había prometido no volver a buscarte y, sin embargo, casi al primer impulso de la necesidad de sentirte, salí a tu encuentro. Disimulé, como mejor pude, yendo a la biblioteca, ojeando algunos ejemplares y hojeando otros. Incluso conversando con esa bibliotecaria que parece una rebelde de última generación que critica las injusticias, pero sólo piensa en su sueldo y su puesto de trabajo. Para variar, apenas cruzamos palabras de cortesía.
Unamuno y Foster Wallace, fueron los dos extremos literarios que acabaron en mis manos y en mi mochila. Extremos que, quizá, a pesar de todo, no llegues ni a imaginar que son el ambiente por donde me muevo: Las letras, las hojas, los libros. Lo único que me hace poder salir de este mundo interior, tan férreo, tan perro, pero, aun así no tanto como el de ahí fuera.
¿Llegarías a entenderme? Realmente no importa, no importó antes y tampoco importaba mientras me hacías pasar y me pedías que me acomodara. Por tu sonrisa adiviné que te alegrabas de verme, aunque no podía dejar de pensar e imaginar que era sólo parte de la misma cortesía a la que nos acostumbra el trato impersonal y distante con algunos conocidos. Pero ahí estaba yo, con la cabeza apoyada en el respaldo del cómodo sillón, tratando de no pensar más y, a pesar de ello, pensando en lo que había pasado y lo que podría pasar. Te hiciste esperar. Sabías que la impaciencia me corroe; sabes que estuve a punto de levantarme y salir sin que apenas te dieras cuenta. Pero no lo hice. Yo también sabía, y sé, que querías esa espera, la necesitabas. Quizá yo también.
Volviste. Sonriente. Despreocupada. Hablamos sin apenas decir nada. La estúpida cortesía y mi inseparable timidez. Hoy las odio más que nunca. No quisiste perder más tiempo. Sabías a lo que había ido. Ninguno lo habríamos reconocido, pero por más excusas y retórica que inventáramos, sabíamos el verdadero motivo.
¿Cómo describir un encuentro así? Cada caricia, cada suspiro, cada inhalación y expiración que roza la piel del otro. Cada uno de tus dedos perdiéndose entre mi pelo, cada comentario dedicado a buscar el camino adecuado para complacer, cada exploración tan profunda de tu mirada, sin siquiera vernos a los ojos. Cada centímetro de nuestra piel compartida, cada limpieza del ardor de ayer, de la nostalgia por lo que cuesta tanto tener: el valor, la pasión, el amor. Cada parte de mí que caía al suelo, como los desperdicios de una vida que se quiere olvidar. Éramos, ambos, la búsqueda de todo eso, aunque sólo llegáramos a encontrar un sucedáneo, una copia inexacta pero complaciente. Cuando los sentimientos no se sacian, el placer mitiga la desazón.
Todo daba vueltas. Me levantabas, me hacías moverme hacia un estado superior al anterior, a una comodidad espiritual que pocas veces se pueden saborear. Me rodeabas, tu mirada se iba haciendo presente en la mía, lentamente. Apenas sabíamos a dónde nos dirigíamos, no podíamos pensar en ello, sólo nos dejábamos llevar, seguros de que al llegar lo sabríamos y acabaríamos complacidos, exhaustos, saciados. Porque, a pesar de las dudas y la falta de palabras sinceras, sabíamos que era eso lo único que buscábamos. Complacer nuestros deseos, quizá más los míos. En situaciones como ésa es difícil no ser egoísta, pero no te importa, nunca te importó. Tu libertad se basa en eso.
Más tarde pensaría, y quizá tú también, en todas las otras cabelleras y pieles que habrás tocado, y tocarías, con la misma suavidad y elegancia que a mí. A muchos, y muchas otras, habrías complacido de la misma manera, elevando sus súplicas a plegarias y convirtiendo la placidez en un manjar celestial, una delicatesen para los sentidos y el autoestima. Un lavado de imagen, un cambio de apariencia, literal.
Nos regalas la sensación y la certeza de convertirnos en otros, y eso no tiene precio.
En realidad lo tiene. Un precio que no puedes dejar de cobrar, para qué negarlo. Pero puedo asegurar que ha valido la pena. La transformación ha sido satisfactoria y memorable.
Dices “ya estás, he acabado”. Y yo me levanto para descubrirme en un espejo. Soy el mismo de antes, pero soy otro distinto. Me encuentro a gusto, hasta ese punto me has cambiado.
Pago y me despido.
Ya en la calle llego a la conclusión de que era una tontería pensar en cambiar de peluquería, en ésta siempre me han tratado bien y siempre hacen bien su trabajo. Siempre haces bien tu trabajo.

A todas las peluqueras, porque la mayoría desbordan , aunque sea por gajes  de su oficio, una simpatía atrapante. En especial a la que me atendió este jueves, aunque nunca sabrá que me ha inspirado el relato, para bien o para mal.

6 comentarios:

  1. Increíble relato, me encanta la forma en que se transforma en poético un gesto tan simple como ir a cortarse el cabello. Besos

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  2. Gracias!
    He intentado transmitir una visión "poética" sobre un acto común... quizá porque mi vida no tenga apenas emociones fuertes tengo que sacarle partido a anécdotas como ésta.
    Besos ;)

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  3. Anda, que yo me fui pero muy lejos con este relato jeje. Ni idea del tremendo final, me sorprendió gratamente (aunque, morbo aparte, esperaba un estallido pasional de cuerpos). ¡Qué manera de escribir, Allan! Has logrado -en mi caso- jugar con la mente del lector. De un encuentro abrasador y erótico que me pareció al principió se develó un hecho tan común como es cortarse el cabello. Muy original y con muchas expresiones logradísimas que me encantaron, como estas:

    "Las letras, las hojas, los libros. Lo único que me hace poder salir de este mundo interior, tan férreo, tan perro, pero, aun así no tanto como el de ahí fuera."

    "Cada parte de mí que caía al suelo, como los desperdicios de una vida que se quiere olvidar."

    Ahora me debes uno erótico. Se que te saldría maravillosamente =)

    Un gran abrazo, paisanito.

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  4. Me encanta, aunque ya sabes que no es nada nuevo, siempre he sido una gran fan de tu prosa. Y me alegra saber que no soy una enferma y que alguien mas leyó un relato erótico enredado, como sus manos en tu pelo.

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  5. A mi me pasaba esto con las camareras, pero a la larga me di cuenta de que su simpatia era en la mayoria de los casos algo profesional. De todas formas es hermoso imaginar que alguien te atiende y te cuida un poco, aunque el sueño se evapore al mismo tiempo que una copa o un poco de colonia.Las camareras y las peluqueras (tambien sus homologos masculinos) son a veces amores platonicos y tambien terapeutas circunstanciales de los solitarios.Saludos Nalla.

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  6. Liz jaja... me alegro que te haya transportado muy lejos... esa era mi intención con el juego de "erotismo" metafórico que he intentado plasmar en el relato. En principio iba a ser un relato más bien sensual, pero me dio por dar ese giro al final y agregarle un toque absurdo y un tanto humorístico... no pude evitarlo.
    Como no suelo cumplir mis promesas (lo sé, no dice nada a mi favor) no prometo escribir uno erótico 100%, pero lo intentaré ;)
    Un beso y gracias por las visitas, paisana :)

    ersebeth... sí... lo sé... y lo agradezco ;)
    no hay que estar enfermo para imaginar sensualidad y erotismo en el relato, era lo que buscaba... aunque quizá siendo como eres te decepcione un poco la aclaración jaja

    Lazaro... sí... esos amores platónicos nos dan muchas alegrías... y quizás más tristezas a los solitarios, pero también enriquecen nuestro mundo imaginativo, para construir historias que acaban pareciendo reales... de una sinceridad casi patológica
    Un saludo y gracias por los comentarios!

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