27 de agosto de 2012

Notas sobre una jornada nostálgica...


Hora Cero:
Se puede jugar a ser inocente, a parecer ingenuo, a que nos crean inofensivos... aunque antes hay que aprenderse las reglas, como en cualquier juego. Una obviedad, por supuesto, pero a veces el juego se apodera de nosotros sin darnos cuenta y rompemos la primera regla a la vez que nos condenamos a padecer algún tipo de sufrimiento (la intensidad de este dependerá de cada cual), todo por confundir juego con necesidad (o con realidad como dirían otros). 
Dirás que, entonces, todo lo que ha ocurrido desde aquella primera mirada no ha sido más que un juego, una especie de reto a superar para demostrarse a uno mismo que se puede interactuar a pesar de esconderse detrás de máscaras de cinismo, indiferencia o apatía. Pero no lo era, porque desde esa primera mirada (quizás desde antes, debido a mi incapacidad natural de soportar el juego de la no-soledad) rompí las reglas. Fuiste necesidad; fuiste un temor inquietante, fuiste el nerviosismo del encuentro fortuito y el sucumbir otra vez ante  una costumbre paralizadora; fuiste una señal, un mensaje enviado para acallar la cobardía; fuiste la mayor lección aprendida durante aquel lapso lleno de enseñanzas y, supuestamente, de madurez.  
Yo fui el de siempre; el silencio incómodo; la mirada esquiva; la ralentización de mi flujo para dejarte escapar; la cobardía enfermiza del que no quiere encontrar una alegría; la tristeza autoimpuesta; la negación del afecto, del contacto íntimo…

Silencio. Es mediodía:
Conocer las reglas del juego no nos asegura nada. Pretender hallar verdades y trascendencia en iluminaciones fugaces del intelecto es un error grave. Yo te vi, tú me viste: un movimiento empezó a desarrollarse, pero no el único, ni el definitivo (si no se le presta atención ni siquiera llegaría a ser definitorio: en el sentido de definir una pequeña parte de nuestro yo, y que esta se mantenga hasta dar por terminado el juego o, por lo menos, uno de sus capítulos). 
Los dos teníamos puestos en marcha algunos combates ajenos a los del otro, en los que luchábamos y jugábamos, para definirnos. Ajenos pero influyentes siempre de alguna manera. Todo está conectado: la luz del sol hace posible la vida, la rotación de la tierra nos da los días, nuestros juegos determinan el contexto de sus reglas y de la aventura común.

Atardecer. El cielo incendiado:
Recuerdo algunas de tus confesiones que, para un iluso, un aspirante a literato y filósofo que nada tenía de lo uno y se conformaba con susurrarse en sueños lo otro, como yo, significaban la caída de un mito. La idealización siempre ha caracterizado a los que avanzan por la senda destinada a la frustración. 
Tú la intocable, la inabarcable, la única capaz de derribar el muro que la incertidumbre de mi mano había construido para parecer inquebrantable; la que con el calor de una palabra abrió el camino certero a las sonrisas y los abrazos, aunque estos fueran solo para despedirnos. 

De noche las sombras purifican:
Tú diciendo: deseo, admiro, amo, necesito, todo aquello con lo que sueñas, todo eso que crees e imaginas, todo lo que leí y me prometieron; anhelo formar parte del mito, saciar la sed de cambios, de transformaciones, pasar del amor a la realidad, convencerme de que los errores son el paso necesario para acertar en la elección del sendero más corto a eso que llaman felicidad (alegría mantenida), o para hacer realidad un sueño. Pero ¿dónde estaba yo realmente en todo tu discurso? ¿En la retórica? 
Lo conociste a él, como querías conocer el mundo: cantando, bailando, embriagados de risas y amistad. Las promesas llenaban, y el sexo también; pero llenaban dejando su vacío, para que quieras volver a buscar más y no parar hasta quedarte sin fuerzas (o recuperar las perdidas). Pudo haber sido la culminación de tu travesía: la perfecta unión con las promesas y el júbilo; por eso yo después no pude ser, aun siendo en apariencia, y sobre todo en el ansia, la solución. 

Apaga las luces. Se cierra el círculo:
Pero aquel no fue el único mito-muro derruido. Hubo otras entregas, otras culminaciones, otra realización de mis aspiraciones de macho frustrado (tal vez frustrante)  que llegaron también antes (siempre antes), a donde yo creía que se había de llegar; a tocar lo que yo creía que se había de tocar: a ti en cuerpo y alma; a ti entregada a la pasión, al deseo, a la admiración, al cariño, al ardor y la complacencia de haber encontrado un sustituto al dolor y las decepciones. Pero ¿dónde he estado yo en todos los discursos?