13 de noviembre de 2012

Maligno




            Me pidió que lo acompañara una noche. Su explicación: había quedado con el mero mero. A mí me costaba creer lo que me decía, pero a pesar de que siempre fui y seré un buen cristiano, un siervo de Dios, la virgen, Jesús y el Espíritu Santo, todos los rumores que me habían llegado sobre los pactos, o algo parecido, que él tenía con el diablo; o las visitas que hacía el demonio a mucha gente (o decían que hacía) para asustarlos por a saber qué motivos, no pude evitar sentir curiosidad y lo acompañé. Al fin y al cabo era mi hermano  y le podía pasar algo, quería ahorrarme la sensación de culpabilidad. Además así podía tener la oportunidad de desmentir las historias que él contaba y las que contaban sobre él y el diablo.
Agarramos las escopetas, más una cantimplora llena de aguardiente cada uno y nos fuimos a encontrarnos con la  noche y con lo que ella y Dios quisieran que nos encontráramos. El cielo lleno de estrellas, como si fueran todos los santos y todos los muertos de la historia de estas tierras, parpadeando y pidiendo en silencio que no jugáramos con fuego, que no saliéramos a tentar al fuego.
Salimos y no puedo negar que sentía miedo. Me encomendé a Dios y recé, en silencio porque Chepe me habría interrumpido si lo hacía en voz alta. Caminamos entre árboles dando tragos y hablando muy poco. La luna no tenía el tamaño suficiente como para hacer de la vista algo útil, así que nos guiábamos del oído, tratando de distinguir alguna señal de aviso, para saber con seguridad que algo había por ahí, a nuestro alrededor, porque los dos presentíamos que así era. Cuando llegamos a donde había unas piedras que parecían puestas allí precisamente para que llegáramos a sentarnos, en un claro entre los árboles, Chepe me dijo que nos podíamos acomodar para tomar y esperar.
Hablamos muy poco durante el rato que estuvimos sentados. Nos dedicamos prácticamente  a beber. Yo lo hice con calma, porque no quería quedarme sin tragos nada más llegar; según había dicho Chepe, la espera podía ser larga. Yo le pregunté qué era exactamente lo que teníamos que ver, o con quién íbamos a hablar, para tener una pequeña idea al menos de lo que tenía que esperar que apareciera allí; pero no me quiso responder. “Cuando llegue, llegará y lo sabrás”, fue lo único que me dijo. A pesar de la falta de luz lunar, o quizás por ella, la noche era preciosa. Se escuchaban algunos ruidos, pero ninguno resultaba desconocido; ramas secas resquebrajándose, aleteo de alas y piar de aves nocturnas, chillidos de murciélagos, el contoneo cadencioso de las hojas de los arboles al compás del viento, aullidos lejanos de coyotes…
Muy pocas veces rompimos el silencio; en ocasiones para ofrecernos un cigarro, en otras para comentar algo sobre las constelaciones que veíamos desde allí y tratábamos de nombrar. Ninguno de los dos llevábamos reloj, así que no podíamos hablar de la hora. Tampoco el tiempo dio mucho qué hablar, ya que no hacía ni frío ni calor, era la noche ideal. Todo estaba en calma, demasiado en calma… hasta que empecé a quedarme dormido y tuve un sueño extraño, de esos que nos pasan cuando aún no hemos conciliado el sueño y reaccionamos físicamente como si lo que ocurre en nuestra mente realmente estuviera pasando. Veía cómo tenía que cruzar un arroyo no muy ancho en medio de la selva, para cruzarlo había de saltar sobre cuatro piedras colocadas, parecía, precisamente para cruzar el arroyo por esa altura; lo extraño era que cada vez que ponía un pie sobre la primera piedra, el arroyo empezaba a hacer un ruido muy fuerte, como si su caudal aumentara, sin hacerlo su tamaño y yo tenía la impresión de que al intentar saltar hacia la otra piedra, me caería y el agua me arrastraría sin poder evitarlo. Después de varias dubitaciones, me atrevía a mantenerme en pie sobre la primera roca, a pesar de que el arroyo parecía golpearla con una violencia extrema, ya allí, de pie, me atrevía a dar un pequeño salto hacia la siguiente piedra, pero justo al hacerlo, perdía el equilibrio y caía… me despertaba dando un salto, un poco asustado, pero esbozando una sonrisa una vez descubierta la inocente pesadilla.
Lo que me hizo estremecer al despertar fue ver que Chepe se había puesto de pie y estaba mirando fijamente en una dirección. Me incorporé y me acerqué a él por la espalda, para preguntarle qué estaba mirando; pero antes de poder hablar, levantó su mano izquierda, con el dedo índice señalando hacia arriba, como advirtiéndome de que no hiciera ruido. Obedecí y callé. Me quedé inmóvil esperando a que pasara lo que tuviera que pasar.
A partir de ese momento mis recuerdos son bastante confusos. Chepe estaba en una especie de trance y yo tenía la sensación de haberme quedado paralizado. Un viento muy frío nos golpeaba, pero ninguno de los dos podíamos reaccionar. En el lugar hacia dónde él miraba, pude distinguir una extraña figura. Extraña por lo inusual de su aparición. Era un venado muy grande, de un color oscuro, del que solo se podían distinguir los ojos muy rojos y una cornamenta enorme que cortaban la poca luz que había. Chepe empezó a caminar hacia él, mientras yo seguía inmóvil. Se podía escuchar un leve susurro que salía de los labios de Chepe y una especie de gruñido que provenía de donde estaba el animal. Yo seguía paralizado y no podía distinguir si se estaban comunicando entre ellos o era que a causa del miedo, yo empezaba a tener alucinaciones. En ese momento, a pesar de que siempre me había dicho que una situación parecida de las que tanto hablaban en la aldea, sobre el contacto con el diablo, o lo que sea que fuera esa criatura, que me  pondría a rezar y a confiar mi alma a la fuerte fe que profesaba por mi Dios, no pude evitar sentir un miedo atroz que me llevó incluso a perder la conciencia, ya que el próximo recuerdo que tengo es de un tiempo después, cuando la hora del amanecer se acercaba y yo estaba tirado en el suelo, despertando todavía con el pánico en el cuerpo. Chepe no estaba allí, el venado tampoco. Me levanté y empecé a gritar para ver si mi hermano respondía, pero no lo hizo. Estuve un rato deambulando por la zona, tratando de encontrarlo, pero al darme cuenta de que era inútil, decidí volver a la aldea y pedir ayuda a los que estuvieran dispuestos a acompañarme a buscarlo una vez la luz del sol nos diera la protección que la oscuridad de la noche nos quitaba.
Volviendo a la aldea no podía dejar de pensar en si me equivocaba regresando, sentía que huía, como si estuviera abandonando a mi hermano, por miedo, por desconfianza o por desesperanza. Me detuve un par de veces y grité en todas direcciones su nombre, más por apaciguar mis remordimientos por haberlo abandonado que por la confianza que pudiera tener en obtener una respuesta. Seguí caminando mientras el amanecer amenazaba con llegar, la madrugada se debatía entre la luz y las sombras, yo me sentía sin fuerzas. Los pasos los daba como un autómata, el mundo entero parecía hablar un idioma que yo nunca había aprendido, o que había olvidado esa misma noche. Me esforzaba por no sentirme solo, dejándome envolver por el sonido del viento entre los árboles, contra las rocas y sobre la hierba y los animales nocturnos que buscaban el cobijo certero bajo la tierra, también los animales diurnos que despertaban mientras se despertaba en ellos el instinto de salir y devorar un día más, animales que como yo esperaban sobrevivirlo y demostrar que la única fuerza imparable es la acción de la vida, la existencia, el ser, más allá de la razón… y yo que apenas podía andar, sentía como si mi cuerpo estuviese volviendo al desafortunadamente ya conocido estado de parálisis completa, como cuando vi aquel venado.
De Dios, la Virgen, Cristo, el Espíritu Santo y los Santos, no volví a acordarme en mucho tiempo.

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