20 de mayo de 2011

Roberto


Resulta curioso como a veces seconsigue crear la fama de algún personaje prácticamente de la nada, por el bocaa boca. Ésto es algo que, sin duda, saca a relucir nuestra debilidad porinmiscuirnos en la vida de los demás, sobre todo en las vidas que consideramosextravagantes, sobresalientes o inquietantes, de alguna manera. Nuestra tendenciaa este tipo de intromisiones tenemos que reconocerla y aceptarla, como unvicio, o una costumbre (suavizando el termino) totalmente humana. Hasta laspersonas eruditas y cultas caen en la tentación de ojear y hojear lasbiografías de sus más admirados autores, pensadores, artistas o personajeshistóricos en general; sobra decir la casi obsesiva curiosidad del ciudadano medio porconocer y saber sobre los demás cualquier dato, ya sea de gente de su entornoo de personajes más o menos públicos. Todos somos testigos de algo parecido,prácticamente todos los días.
A pesar de que por decir todo esto,mi explicación de que la historia que me propongo narrar llegó a mis oídos sinquerer y sin que yo lo buscara, aseguro que todo empezó por casualidad.
Estaba yo en  un bar, bebiendo vino tinto como de costumbrey leyendo algunos pasajes y análisis sobre la filosofía de la Grecia antigua.Era un bar pequeño, con una barra incrustada en uno de sus lados, a la que unaspocas mesas rodeaban; el espacio sin éstas lo ocupaba una máquina de tabaco yun futbolín. Como compañeros de tarde, sin que los conociera y sin queestuvieran sentados conmigo, pero a los que me refiero como tal porque podíaescuchar todo cuanto hablaban entre ellos, eran dos hombres de mediana edad queno parecían conocer para nada la discreción en las conversaciones; muy a mipesar, pues interrumpieron la apasionante lectura de algunos versos deParménides y Empédocles, de los pocos que de estos se conservan, en la que estaba enfrascado.
Mi natural indecisión a la horade censurar, reprochar, regañar o  interrumpir conversaciones, o actos,aunque los considere de mala educación, como hablar a gritos sin que seanecesario, me hizo levantar ojos y oídos en su dirección,pensando y esperando que un gesto bastaría para dejar ver mi malestar ydespertara en ellos una pequeña sensación de incomodidad, la suficiente parabajar al menos un poco la voz. Pero no fue así. En todo caso, tragando saliva ypaciencia, me serví otra copa de la botella a medias que tenía sobre la mesa ypermanecí escuchando lo que decían.
Hablaban sobre un conocidomuchacho de la zona, quien, al parecer, era casi una celebridad en el barrio ylos alrededores: estimado por los hombres de casi todas las edades por unmotivo que no quedó del todo claro; adorado por las señoras por su educación ysaber estar; aunque, muy a su pesar, no era pretendido por ninguna de las hijasde éstos y éstas. Era aquí donde la historia, a mi gusto, empezaba a hacerseinteresante y con poca dificultad consiguió atraparme y hacer que me olvidaradel libro y los antiguos.
Según uno de los narradores, elque llevaba la voz cantante de la historia, pues el otro se limitaba aconfirmar sospechas o a agregar algún dato, casi siempre irrelevante, elmuchacho tenía una doble personalidad; aunque intentó suavizar su afirmacióndiciendo que  era más que un problema patológico, una habilidad; puescon una de sus dos caras se ganaba el cariño y la atención de muchos vecinos,pero con la otra, en compañías más adecuadas, sacaba a relucir lo peor de su forma de ser y estar, en cuanto a ética y falta de escrúpulos, por no hablar de su supuestamente admirada educación. En éstas situaciones, en las que salía su otra cara, digamos, la mala,  que normalmente ocurrían en bares,plazas y/o parques, insultaba y maldecía a cualquiera que osara hablarle enmomentos inoportunos; los cuales podían ser cualquiera, pues él losdeterminaba. En ocasiones se dedicaba a maldecir prácticamente a toda lahumanidad; sus normas sociales, sus tabúes sexuales y el aparente desprecio porla erudición y la cultura, con el que condenaban a los pocos grandes hombres alaislamiento y la marginación; ésto, según él, porque la plebe no era capazde integrarlos debido a sus propios complejos de inferioridad intelectual; lasensación de estupidez que una persona inteligente despierta en otras que no loson tanto, o que no se consideran a sí mismas como tal.  Por supuesto él se consideraba uno de esosgrandes hombres. Aseguraba haber recorrido ciudades enteras en busca de alguiena su altura intelectual, pero que, desilusionado, poco a poco fue descubriendoque era una causa perdida, por esta razón acababa volviendo a su barrio. Nisiquiera parecía tener en buena estima a sus familiares y como amigos de verdad,parece que nadie habría estado dispuesto a considerarse o a convertirse en uno. Suopinión sobre las mujeres no era mejor. Ni si quiera las creía capaces dellegar a instruirse o a razonar de manera que contaran entre los candidatos aser sus hermanos culturales, eran más bien criaturas de su hogar, aunque conalguna habilidad, según él, para ejercer distintos oficios, nunca el de laerudición; más bien consideraba que por naturaleza deberían limitarse a serviren el hogar y a complacer en las relaciones; no ponía objeciones en que cobraranpor cualquiera de las opciones.
El lector, llegando a este punto,se preguntará, como hice yo, por qué se le permitían ese tipo de declaraciones,pues la prudencia y el disimulo no eran virtudes a las que recurriera, segúnparecía; sobre todo, según el narrador, si se emborrachaba. Ofendía a todos lossectores del barrio, la mayoría de veces poniendo nombres propios; y nadie lecensuraba o le reprochaba su falta de autocontrol, su exacerbada fogosidad altratar y desarrollar sus teorías, porque así las llamaba él, pues según decía,se limitaba a filosofar. Yo no descarté, ni descarto la posibilidad de lainfluencia del síndrome de Tourette, ya que cumple con muchos de los síntomas. Como supuestofilósofo tampoco se le puede reprochar su actitud, en gran parte porque amuchos de éstos se les ha pasado por alto barbaridades del mismo tipo, oincluso peores. Pero el motivo de la resignación de sus vecinos, según seguíael relato del, cada vez más ebrio, narrador, el muchacho estaba enfermo y no deTourette, sino de epilepsia.
Sufría ataques constantes y muyfuertes. Cualquiera que haya sido testigo de una víctima de éstos, sabrá desobra la sensación de piedad y compasión que suscitan, pues realmente elterrible dolor que sienten, no sólo al padecer la enfermedad con los espasmosy los posibles golpes que la pérdida de control y consciencia pueden provocar,sino por recobrar el control y el conocimiento la mayoría de veces estandorodeado de extraños, en calles que no reconoce, en bares que no recuerda y congente a la que días antes había maldecido por hipócritas y poco solidarios. Unaimpresión, la de recobrar la conciencia así, supongo, bastante fuerte para su mellado orgullo.
En éste punto, el improvisado narradorse vio obligado a interrumpir su relato, pues el camarero, muy a pesar detodos, descubrió que ninguno de ellos tenía dinero suficiente para pagar loconsumido; y tras una acalorada discusión, acabó echándolos a la calle yamenazándoles con que no quería volver a verlos por allí, nunca más. Los dosborrachos parecieron entender el mensaje y se fueron lo más rápido yequilibradamente posible, bajo sus circunstancias.
Sentí cierto disgusto hacia elcamarero por la interrupción, pues la historia del muchacho me había cautivado.Tuve la sensación de que datos de gran importancia se habían quedado sinnarrar, sentí, incluso, el impulso de pagar yo la cuenta de los morosos, o salir tras ellos para pedir que acabaran el relato sólo para mí. Pero no hicenada. Me limité a reflexionar sobre lo escuchado y a sentir una extraña empatíay cierta comprensión con el muchacho, de nombre Roberto, si no recuerdo mal.
Sufrir  una enfermedad que te aísle o quecree compasión y piedad en los demás para contigo, como si fueras un cachorrodesvalido o  un bebé, ha de serfrustrante, y más aún para alguien con un carácter duro y orgulloso, comoparecía ser su caso.
Desde entonces, cada vez que voyal mismo bar, o a otros, lo hago esperando encontrar a los narradores, oalguien que sea capaz de suplirlos. Por supuesto, por casualidad, sin que yo lopida, para sorprenderlos contando algo más sobre el particular caso de Roberto, sin importarles mi presencia,claro está. También guardo la esperanza, aunque ésta un poco más débil yconfusa, de encontrarme en persona con él y, tal vez, hablarle para comprobarsu nivel de erudición y el trasfondo de sus teorías. Pero nunca coincido, nicon él, ni con nadie que lo mencione, lo cual me frustra en parte y me agobia,pues tengo una insoportable necesidad de saber más acerca de su vida, y conocersu aspecto, su voz, su dolor, su historia…
Supongo que debería olvidarme detodo y centrarme en mis estudios y trabajo, porque reconozco que hasta ahora,siempre había creído que obsesionarse e interesarse tanto por la vida de losdemás era una muestra de debilidad y desprecio por la propia… Aunque muero deganas por conocer a Roberto. 

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