Suele ser difícil acostumbrarse al calor artificial de las
habitaciones de los hoteles baratos. Aunque resulta aliviador comprobar que la
documentación falsa sigue funcionando para hospedarse en ellos. En estos
lugares, el poco dinero ingresado resulta mucho más importante que la identidad
de quien lo paga. Los perdedores como yo vivimos y hacemos vivir a estos
lugares.
Si no fuera por los paseos nocturnos por las solitarias
calles y los pequeños bares que se encuentran por ellas, con su cerveza barata,
las estancias en pueblos pequeños rozarían lo insoportable. Lo más agradable y
tranquilizador es recorrer sus plazas y parques vacíos con poca vegetación, y
no cruzarse nunca con patrullas de policía. Sobre todo después de haber
recibido esa llamada anónima, tan misteriosa e inquietante que rozaba lo
místico. Una voz monótona y fría de mujer, casi robótica, que sin esperar mi
reacción me dijo que mi cara ya aparecía en las fotografías de los delincuentes
más buscados del país. Algo verdaderamente inquietante, aunque esperanzador de
alguna manera. La llamada duró poco y no podrá repetirse, pues me he deshecho
del teléfono móvil. Me pone nervioso estar pendiente de llamadas, mensajes, la
hora… y ya estoy todo lo nervioso que puedo soportar. Solo me molesta saber que
no podré descubrir nunca quién fue la que me llamó. Pero ahora tengo cosas más
importantes de las que ocuparme.
A pesar de saberme prácticamente acorralado, una parte de
mí, a veces desea ser atrapado y encarcelado; como si toda esta huida no fuera
más que un juego que va perdiendo su parte divertida y empieza a mostrar su
auténtico rostro: el de la derrota anunciada de antemano por la propia
conciencia.
En realidad sería lo mejor que me podría pasar. Que me
capturaran un día cualquiera, haciendo cualquier cosa rutinaria. Tal vez
tomando unas cervezas, o comprándolas. Tal vez liando un cigarrillo, o
comprando tabaco. Tal vez comiendo algo de comida precocinada, o comprándola.
Tal vez paseando por un parque o de camino a alguna playa, o comprando tickets
para un viaje corto en tren. Los viajes largos me aburren, podría leer pero
últimamente prefiero no hacerlo, lo único que consigo es deprimirme y sentirme
aún más solo.
Lo peor de todo es no dejar de pensar en que no debería
haber hecho lo que hice y que toda esta mierda se podría haber evitado. No
debería haber robado ese coche, ni haberlo puesto a tanta velocidad; no debería
haber sido tan confiado, pensando que una carretera tan oscura no esconde
demonios vestidos de verde, en patrullas blanqui-verdes. No debería haber
perdido los nervios ni haber cogido sin pensar el arma que llevaba uno de
ellos, ni haber disparado contra los dos… tampoco debería haber huido.
Y, sobre todo, no tenía que haber disfrutado con las muecas
de miedo y dolor que se les quedó al ver que no iban a poder pararme cuando la
muerte se les echaba encima… Suena absurdo, pero quiero perder en este juego…
porque yo ya estoy perdido.