Su hijo nació, ella le dedicó todo el tiempo que pudo. Crecieron, él en tamaño y peso y ella como madre y como una educadora comprensiva. Había encontrado un trabajo mejor que el anterior, de enfermera en un colegio de primaria. A su hijo decidió llamarlo Jesús, porque había sido su salvador, aunque nunca fue creyente, al menos no de deidades y santos y vírgenes o milagros; sólo creía en la esperanza y la lucha por los sueños y deseos.
Había soñado con poder sobreponerse a la ruptura con ese amor enfermizo que la había tenido atada y del que aún quedaban restos hirientes en sus sentimientos, y lo consiguió, al menos para hacer soportables los recuerdos. Deseó con todas sus fuerzas sacar adelante al hijo del que el padre no conocía su existencia; deseó también encontrar las palabras adecuadas cuando llegara el momento de explicarle por qué su padre nunca lo veía; deseó que eso no afectara en ningún sentido la personalidad del niño. Y para todo esto encontró respuesta con el paso de los años.
También ella pudo reconciliarse con la vida y sus designios. Mantuvo relaciones, aunque no demasiado formales ni duraderas, con algunos hombres que fue conociendo en el trabajo, en el colegio de su hijo o en alguna escapada a algún Pub con sus compañeras de trabajo. Ninguno consiguió despertar en ella lo que Mario y su abandono habían dormido; ninguno pudo llegar a ser más que un consuelo esporádico para la soledad y para la lujuria que nunca moría, muy a su pesar.
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