12 de marzo de 2011

De una guerra civil...


“Todavía había gente que creía que se podría salir con vida de allí. La esperanza es lo último que se pierde, dicen, aunque después de haber perdido a la mayor parte de tu familia y amigos, quizá sea la esperanza en lo último que se piense y por eso no se olvida”



En época de guerras, la persona pacifista será siempre la más dañada, las familias pacíficas serán separadas y las comunidades no conflictivas se verán arrasadas. Son lecciones de vida, de muerte, de hambre, de miseria, de insolidaridad, de guerras civiles. Lecciones que se aprenden cuando muchos de los combatientes han olvidado los motivos que los llevaron a cargar con una escopeta y a salir a recorrer montañas y selvas en busca de un enemigo sin cara, sin nombre, sin sueños, sólo con metas impuestas por poderes más allá de su propia comprensión; ellos  que sólo quieren vivir un día más y creer que todo acabará y que, cuando acabe, empezará de verdad a suceder todo lo que se define como vida y tranquilidad en los cuentos y las radionovelas.

El engaño nos puede llevar a uniformarnos y a sentirnos protegidos entre brigadas sin compasión. La crueldad contra los indefensos nos hace sentirnos seguros de ser capaces de salvarnos a nosotros mismos. Pero no sólo hay una cara en las monedas y en las guerras siempre hay tres bandos. El de los que no luchan y sólo mueren y huyen y sufren, que acabarán siendo otras personas en otros mundos, con otras caras y con las mismas penas. Los uniformados se arrepentirán cuando dejen de ser útiles y se vean obligados a ser despreciados por todos aquellos a quienes se acercó el tufo a podrido de su mediocridad. Y los que luchan por ideales (a veces los hay), los pequeños que se hacen grandes porque han perdido el miedo a perder, acabarán olvidados, ignorados por el poder que controla y que engaña a sus enemigos, volviéndolos enemigos de la mayoría de desconocidos que nunca pisarán la tierra sobre la que luchan. 

Morir por defenderte, morir por defenderlos, morir por defender la persecución de un fin, de una verdad, de una idea necesaria, es la única excusa para no desfallecer, para no soltar la escopeta y para no bajar de las montañas hasta que se vean liberadas de las hemorragias de sus habitantes y del estruendo asesino que arremete  contra las pocas criaturas que quedan sin saber por qué existe la necesidad de enviar a unos a matar a otros como única opción si no quieren morir ellos primero.

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