10 de marzo de 2011

El gran Panski


Salió de su casa con la desconfianza de siempre, aunque con una motivación que nunca había sentido o, al menos, que no recordaba. Todo estaba empezando a salir bien. Aunque aún no había encontrado trabajo y el subsidio por desempleo amenazaba con agotarse, tenía la sensación (de algunas hay que fiarse) de que pronto encontraría uno y de que, en realidad,  sólo era cuestión de perder el miedo y salir a buscarlo.
El día dolía. La piel, cuando se acostumbra a la oscuridad y al encierro, recibe al calor como a  un extraño. Pero nada de eso importaba, hoy, por fin, tenía la oportunidad que había esperado durante varios años: conocería al poeta maldito de su momento, al despreciado por el círculo sibarita de la poesía moderna, al único que merecía la pena leer si querías dar con algo fresco.
Es una suerte contar con conocidos que se muevan en esos círculos. De no ser por la muchacha a la que conoció el fin de semana pasado y a la que le encantó su trabajo (poética, pero sobre todo sexualmente hablando) la que además de hacerle pasar una noche memorable y un poco agotadora, le informó de los eventos que organizaba la asociación a la que pertenecía, uno de ellos el recital del gran Panski.
Sentía que las cosas empezaban a mejorar.

Y ni él ni nadie lo habrían puesto en duda, de no ser porque llevaba tanto tiempo escribiendo y, por tanto, fingiendo ser alguien o algo más allá de su carne y sus huesos, que sus recuerdos, sus invenciones y sus creencias se habían mezclado hasta el punto de hacer irreconocible su personalidad. Al menos la personalidad que era digna de ser mostrada en público; las otras eran mucho mejor comprendidas cuando se trataba de personajes impresos en Courier tamaño doce. 

A la gente le impactan menos sus miedos y los tabúes si los leen y no tienen que pasar por el mal trago de soportar a alguien hablando de perversiones sexuales o de tendencias psicópatas en conversaciones cuerpo a cuerpo. Se dio cuenta de hasta qué punto estaba perdiendo la noción de su realidad cuando, un día antes de la esperada velada poética con el gran Panski, recibió una llamada telefónica de alguien a quien no reconoció, pero que por la familiaridad con la que se dirigía a él, debía ser un amigo, o por lo menos, un colega. La llamada era para informarle que al día siguiente tenía que estar una hora antes en el bar La Cicuta, para preparar todo lo relacionado con el recital.
La conversación lo dejó extrañado y aturdido, sin poder articular respuesta; más allá de no entender por qué iban a necesitar su ayuda para la organización del evento, le impactaron las palabras de despedida de su interlocutor: “Igor, prepárate bien y déjales claro, a todos estos aprendices de poetas y falsos críticos, quién eres y por qué eres el GRAN PANSKI”

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